Estudios Bíblicos

LA SEMEJANZA DE DIOS EN EL SER HUMANO

Una mirada desde la antropología teológica del Antiguo Testamento

Profesor José Peña Mendoza

En ambos relatos de la creación presentados por el Génesis (1,1-2,4a [P] y 2,4b-25 [J], respectivamente), y a pesar de sus evidentes diferencias, hallamos un elemento en común fundamental: el hombre. Y si bien es cierto el relato P es mucho más cosmológico y más lejano a toda descripción cosmogónica, centrando mejor su atención en el Dios creador, todo lo contrario a J, que busca una explicación más mítica y centrada en el cuidado de Dios por el hombre, ambos relatos resaltan el valor antropológico del acto creador de Dios. Claro está que la intención, al respecto de estos dos textos, es presentar una estructura particular y única, a partir de la cual iniciar su argumentación. Así, ambos desembocan en el hombre, pero con un tratamiento diferente. Mientras que en P el hombre es el culmen de la creación divina, J lo presenta de principio a fin como el centro de ésta. Como sea, la imagen del hombre se nos repite constantemente en P y en J.

Ahora bien, un problema a solucionar en este contexto, y después de habernos acercado de algún modo al concepto de trascendencia divina, es que, ¿de qué manera se puede decir y afirmar que el hombre es la imagen y semejanza de Dios creador, tal como lo expresa Gn 1,26, siendo que a este último no lo podemos objetivar materialmente? En este sentido, si el hombre es la semejanza del Creador, luego, ¿de qué forma se nota tal parecido? A modo a priorístico podemos responder que tal semejanza parece guardar, a todas luces, relación con el especial nexo existente entre Dios y hombre; un nexo que va más allá de la pura acción creadora, llevándonos a pensar en un compromiso amoroso y soteriológico ulterior por parte de Dios. Tal motivo estaría detrás de la gran condescendencia divina, al imprimir su imagen en el hombre pese a la distancia óntica existente entre Uno y otro.

EL VALOR DEL NUEVO TESTAMENTO

Por profesor José Peña Mendoza

Reseña breve sobre el significado, centralidad cristológica y canonicidad del NT

Por qué llamamos a esta colección de libros “Nuevo Testamento”, tiene una razón que se fue dando a lo largo de los primeros siglos del cristianismo. En las biblias tanto católicas, latinas y orientales, como asimismo las protestantes, hallamos dos divisiones principales. Cada una de ellas la hemos denominado Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, respectivamente. La primera nos habla de la historia de la salvación en el contexto de un pueblo especialmente escogido por Dios, llamado Israel; la segunda división nos presenta la misma voluntad salvadora por parte de Dios, pero con un alcance universal, bajo la garantía de un mejor sacrificio: el de Jesús, el Hijo de Dios, quien convoca para sí un nuevo pueblo; ya no el Israel del pasado, sino a la Iglesia.

Y muy contrariamente a lo que muchos pudieran entender por “testamento”, es decir, algo que hemos heredado de algún antepasado, el nombre con el cual nuestra Biblia se divide tiene que ver mejor con la idea de “alianza”.[1] El nombre “Nuevo Testamento” proviene del latín novum testamentum, pero el significado más importante lo extraemos del griego kainé diatheke,  καινή διαθήκη, que significa “nueva alianza”[2], disposición, arreglo. Así, el Nuevo Testamento tendría el significado de “nueva alianza”, una manera de ratificar las promesas de los profetas del AT, como Jeremías: “Van a llegar días –oráculo de Yahvé- en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto; que ellos rompieron mi alianza, y yo hice estrago en ellos –oráculo de Yahvé-. Sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo de Yahvé-: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo…” (Jr. 31, 31ss. BJ; cf. Jr. 24, 7; Ez. 11, 19; 36, 26).

El Nuevo Testamento a la luz de la persona de Jesucristo[3]

El Nuevo Testamento es una pequeña colección de libros o escritos sagrados, originados dentro de una cultura religiosa determinada. El Nuevo Testamento tiene una pertenencia dentro del contexto de la religión judía, por lo que es obvio advertir en sus páginas la influencia de ese contexto religioso y cultural. De hecho la primera comunidad cristiana fue, por eminencia, judía, y por ello estos cristianos eran entendidos como un reducido o minoritario grupo sectario judío, que tuvo el arrojo de reinterpretar la religión judía a la luz de un hombre llamado Jesús.[4] Era Jesús de Nazaret;[5] un judío claramente carismático,[6] con cualidades terapéuticas o taumatúrgicas, con fuertes rasgos de profeta y maestro. Todo ello hacía ver en él un claro acento mesiánico que despertó la curiosidad en unos, y la antipatía en otros tantos, como asimismo conquistó un número no despreciable de seguidores que perpetuaron su enseñanza y obra a lo largo del tiempo. De ese modo resultó que en torno a la imagen de Jesús se fue elaborando el Nuevo Testamento tal como le conocemos hoy. La figura de Jesús es central, y en ello el Nuevo Testamento se muestra imparcial, porque no oculta ningún rasgo de éste, permitiendo que sea cada uno el que se forme su propia impresión en torno a su figura. Es así que en el Nuevo Testamento tenemos que, para muchos, Jesús fue sólo un agitador ejecutado por las autoridades romanas, bajo los cargos de sedición y blasfemia. Y, sin embargo, para otros Jesús fue un maestro iluminado que venía a dar profundidad y sentido a las enseñanzas de Dios un tanto alicaídas entre los círculos sociales y religiosos del judaísmo contemporáneo a su aparición. Pero, fundamentalmente, para sus seguidores Jesús era el Mesías esperado, anunciado ya por los profetas de antaño.

Qué concluimos entonces: la figura central del Nuevo Testamento es Jesús; un hombre, pero más que un hombre en tanto se afirma al mismo tiempo que es el Hijo de Dios. Quizá por eso es que aparece en los evangelios permanentemente al lado de Dios, haciendo su voluntad, como no lo hacían los religiosos de su tiempo. De modo que ese estar al lado de Dios es un estar especial, por encima a como nosotros estamos al lado de Dios. Mientras nosotros lo estamos por una gracia especial, inmerecida, Jesús lo está en virtud de sus propios méritos y dignidades eternas inherentes a su naturaleza.

¿Cuántos libros?; Nuevo Testamento y canonicidad

Tenemos que el Nuevo Testamento contiene veintisiete libros, cuya data aproximada fluctúa entre los años 50 y 100 d. C. Al mismo tiempo podríamos agregar que estamos frente a un corpus relativamente pequeño, en comparación a lo que es el Antiguo Testamento. Muchos de los libros, de hecho, son bastante breves, y otros tantos, definitivamente, no nos llegaron jamás debido a su desaparición prematura, por lo que nunca estuvieron dentro del canon conocido por la iglesia.

El Nuevo Testamento contiene, en síntesis, cuatro evangelios, a saber Mateo, Marcos, Lucas y Juan; un libro histórico, que es Hechos; veintiún cartas, entre Pablo, Juan, Pedro, etc.; y un libro perteneciente al género de la apocalíptica, es decir, Apocalipsis, también conocido como Revelación. Muchos otros textos cristianos quedaron relegados, porque desaparecieron, o porque su ortodoxia era dudosa. Cabe señalar, además, que en cuestiones de canonicidad neotestamentaria, tanto el catolicismo, como las iglesias orientales de tradición ortodoxa, y el protestantismo, jamás han tenido diferencias respecto al número de libros componentes del Nuevo Testamento. En ese sentido seguimos una misma tradición[7]canónica.

Los textos del Nuevo Testamento fueron escritos íntegramente en griego, la lengua más universal del mundo antiguo. Quizá por eso fue importante la lengua griega para los primeros cristianos, en tanto se transformó en un extraordinario vehículo para la difusión del evangelio por todo el imperio romano. Si los primeros cristianos hubiesen compartido su fe en una lengua semita, no habrían conseguido irrumpir en otras culturas con categorías judaicas reduccionistas en su influencia.

En un principio las comunidades cristianas primitivas no contaban con un corpus de textos sagrados propio. Por ese motivo la iglesia no tenía más libros que los propios del judaísmo, pero en su versión griega. Se trataba de la Septuaginta o conocida también como versión de los Setenta (LXX). En esa versión griega de la Biblia hebrea se incluían los libros deuterocanónicos,[8] así es que lo más probable es que los primeros cristianos usaran esos libros, aunque por el testimonio del propio Nuevo Testamento nos queda la sensación de que su uso, por lo menos en éste, fue más bien escaso. Con los LXX  y con el corpus hebreo más tradicional, quedaba claro que los judíos ya contaban con un canon bíblico; es más, ellos fueron los primeros en incorporar la idea de canon[9] a un cuerpo de escritos sagrados. Y solamente más tarde los cristianos llegarían a emplear el mismo criterio, para dar a luz un canon propio que contuviera los escritos sagrados originados en su interior. Quedó, entonces, el Nuevo Testamento como una colección de libros sagrados propios y que, además, hicieron una suerte de continuidad con el Antiguo Testamento.[10]

Con toda propiedad se puede hablar de canon neotestamentario, tal como lo ha conocido la iglesia, sólo a contar del siglo cuarto,[11] época de la que se puede decir con certeza que ya se contaba con un corpus normado y admitido por la mayoría de las comunidades cristianas de fe ortodoxa.[12] Y hasta antes de esa época hubo varios escritos cuya presencia dentro de un canon era puesta en duda y seriamente rechazada. Tal era el caso de libros como Hebreos, Santiago, 2 Pedro, 2-3 Juan, Judas y Apocalipsis. Al mismo tiempo, hubo muchos textos que no fueron incluidos por no contar con la aceptación general de las iglesias o por dudarse de su origen y de su real vínculo con la fe primitiva. A muchos de esos textos se les conoce como apócrifos.[13] Muchos textos apócrifos han llegado hasta nosotros; y se conservan como escritos testimoniales de los vaivenes doctrinales de los siglos posteriores al cristianismo primitivo, y dan cuenta de las diversas controversias surgidas en torno a la persona de Jesús. Desde esa perspectiva los apócrifos tienen un valor de primera importancia, ya que nos permiten valorar el esfuerzo que la iglesia hizo para mantener la fe libre de la influencia de un sinnúmero de interpretaciones erróneas, halladas en esa clase de escritos. Algunos libros apócrifos son el evangelio de Tomás,[14] cuyo manuscrito se acerca al 400 d. C. en su data; el evangelio de Pedro, con un manuscrito que data entre los siglos VIII y IX d. C., y que se supone sería el testimonio de un posible evangelio de Pedro mencionado por Orígenes y Eusebio, aunque sin citarlo porque al parecer ellos no tuvieron acceso a él.[15] También está el evangelio de los Nazarenos, hacia principios del siglo II d. C., y los evangelios de los Ebionitas y el de los Hebreos, el evangelio de Felipe, hacia mitad del siglo III d. C., el evangelio de María, cuyo manuscrito copto se remonta al siglo V d. C. y algunos fragmentos en griego, provenientes del siglo III d. C., junto con el evangelio de Judas, cuyo manuscrito en copto ha sido fechado entre los siglos III y IV d.C., pero que, según nos cuenta Ireneo de Lyon, hacia el 180 ya era conocido, probablemente en griego. Y así muchos escritos, entre otros apócrifos más.[16]

 


[1]Cf. Konings, o.c. 16

[2]Ibid. ; cf. Vielhauer, o.c. 813; del mismo modo Theissen, o.c. 33

[3]Aquí sigo fundamentalmente a Gerd Theissen en El Nuevo Testamento. Santander, 2003, pp. 23-45.

[4] Cf. Marcel Simon; André Benoit, en El judaísmo y el cristianismo antiguo. Barcelona. p. 32; Theissen, o.c. 31 y passim.

[5]Para conocer sobre la fecha de nacimiento de Jesús, su lugar de crianza, y el origen de su ministerio y mensaje, véase a J. Konings en La Biblia, su historia y su lectura. p. 149ss.

[6]Theissen o.c. 31

[7]Cosa que definitivamente no ocurre con el Antiguo Testamento, donde sí tenemos claras diferencias en cuanto a los criterios de canonicidad. Mientras que la iglesia latina conserva los libros deuterocanónicos dentro de su corpus, con una clara influencia de la época del judaísmo helenizado, la iglesia reformada a contar del siglo XVI, y en eso fue determinante Martín Lutero, optó por apegarse a la tradición del judaísmo. En efecto, las iglesias protestantes se quedaron con el canon conservado por el judaísmo ajeno al proceso de helenización.

[8] Con deuterocanónico se entienden aquellos libros que fueron incorporados tardíamente al corpus veterotestamentario, durante la época de helenización de Palestina, posterior a la conquista de Alejandro Magno hacia finales del siglo IV a. C. De ahí el nombre de Deuterocanónico, es decir, reconocidos como canónicos en una segunda instancia.

[9]Canon, del hebreo Kaneh קנה  y del griego kanon, κάνον, es decir, vara, cordel o regla de medir. Con el tiempo se pasó de un uso doméstico, como por ejemplo en la carpintería, a un uso más sagrado con la idea de que canon era la regla o norma de conducta de una comunidad de fe, o, sencillamente, el cuerpo ordenado de libros aceptados como inspirados divinamente.

[10]G. Theissen. “Fue Ireneo de Lyon quien desarrolló, hacia el año 180, la idea de una colección de escritos  cerrada que, bajo el nombre de «Nuevo Testamento», completaba y superaba el canon veterotestamentario”. o.c. 32.

[11]Cf. Philipp Vielhauer en Historia de la literatura cristiana primitiva. pp. 811-821.

[12]Ya antes el hereje Marción (ca. 140 d.C.) había confeccionado una lista en la que incluía EvLc y 10 escritos paulinos. Hacia fines del s. II el canon de Muratori incluye los cuatro evangelios, Hechos, las cartas de Pablo, las cartas católicas (excepto 2Pe. y una de las cartas de Juan), y el Apocalipsis.

[13]De apokripha, es decir, escondido, oscuro, oculto.

[14]Códice copto encontrado en 1945-1946 entre los trece códices conocidos como Nag Hammadi, del Alto Egipto. Se encuentra en el Museo Copto del Antiguo Egipto. Forma parte del códice NHC II. Cf. Vielhauer o.c. 648ss.

[15]El dato más concreto se encuentra en Eusebio, en su Historia Eclesiástica (HE VI, 12), donde afirma que el obispo Serapión de Antioquía, cerca del 200 d. C., permitió que algunos miembros de la iglesia de Rosos lo leyeran, pero pronto lo prohibió porque se dio cuenta que su contenido estaba contaminado por ideas inclinadas hacia la heterodoxia y hacia concepciones docetas. Vielhauer, o.c. 670

[16]Una descripción interesante acerca de los evangelios apócrifos nos la proporciona Jaime Moreno Garrido en  Evangelios ocultos. U. de Chile. Santiago, 2006.