Seminarios

¿Es Dios un Dios oculto? Del misterio a la visión de la divinidad

Profesor José Peña Mendoza

Resumen de la clase magistral para la inauguración del Año Académico IET 2013

Isaías 45,15 dice: “En verdad, tú eres un Dios oculto, el Dios de Israel, el Salvador”

Clase_Magistral_2013

La concepción del Dios oculto, que revela la sagrada escritura, nos está hablando de la grandeza insondable del verdadero y único Dios al cual ningún ser humano podría ponerse a su altura. Por eso ya en el AT Dios le dice a Moisés: “No me verá hombre y vivirá” (Ex 33,20), mientras que en el NT Pablo el apóstol afirma que Dios “habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún hombre, pero tampoco le puede ver” (1 Ti 6,16), idea que se refuerza con la declaración de Juan 1,18 cuando afirma contundentemente: “A Dios nadie le ha visto jamás”. Sin embargo, y he aquí la paradoja cristiana, la misma escritura declara en Gn 32,30: “He visto al Señor cara a cara y mi alma está a salvo”. Entonces nos preguntamos, ¿de qué manera se explica esta aparente contradicción en el seno de la revelación?, ¿cómo es posible sostener que a Dios no se le puede ver, para luego decir que sí podemos verle, sin que ello signifique tener que renunciar a nuestra fe en el Dios que habita en la luz inaccesible?, ¿cómo decir que no le podemos conocer cuando, sin embargo, es una certidumbre en nosotros que sí le hemos conocido? Pero de alguna manera ya lo hemos dicho: se trata de una paradoja, no de una contradicción.

Lo primero que hemos de decir de Dios es que efectivamente él, en tanto Dios, siempre permanece en el misterio absoluto y se encuentra oculto a nuestra percepción sensorial. Pero tal ocultamiento, ese misterio, ya nos dice algo de Dios. Algo podemos conocer de él a partir de nuestra propia incapacidad: que es el Dios oculto y, sin embargo, igual ha querido revelarse a nosotros. Efectivamente, algo podemos conocer de Dios. Pero este saber no implica, así no más, un mero conocimiento intelectual, como el de la filosofía cuya tarea también apuntó a la búsqueda del ser superior y del principio creador de todas las cosas. Ellos llegaron a constatar la realidad de un “logos”, el mismo concepto usado más tarde por el evangelio de Juan. Pero a lo que nunca lograron llegar esos sabios  fue a conocer el logos hecho carne tal como lo presentaba el mensaje cristiano. Los sabios sólo pudieron intuir intelectualmente a Dios a partir de la luz natural de la razón, pero el conocimiento espiritual, el más profundo de todos, estaba aún velado para ellos.

Es así que la tradición judeocristiana declaró la insuficiencia de la sola razón para conocer al Dios verdadero, toda vez que se necesitaba de una ciencia superior del Espíritu para poder constatar y ver aquello que con los ojos de la carne sería imposible advertir. Se trata aquí de la ciencia del Espíritu que nos permite conocer más allá de nuestras limitadas capacidades humanas.

Y no es que no podamos conocer a Dios debido a algún defecto intelectual en nuestra humanidad; no se trata, en este caso, tanto de nuestras incapacidades como sí de las atribuciones divinas, perfectas en el sentido más amplio, que por sí solas ya nos desbordan y superan con creces. En efecto, visto de este modo, son las insuperables perfecciones divinas las que nos impiden ver a Dios. Si comparamos lo que Dios es, respecto de lo que somos nosotros, es de consenso que la superioridad del ser de Dios nos deja pequeños e imposibilitados de ponernos a su misma altura. Con tamaña desventaja, no estamos en condiciones naturales para verle. Y si lo llegásemos a conocer por completo, como dice Agustín, ya no sería Dios: Si comprehendis non est Deus. Como simples hombres, no podemos ponernos a la misma altura del Dios creador de todas las cosas y dador del misterio de la vida y salvación.

El teólogo medieval Alberto Magno declaró: “Hay que decir que Dios es llamado el superesplendente para Sí (que para sí es claro, evidente y nítido; que él se puede comprender perfectamente a sí mismo), pero oculto para nosotros (que nosotros seguimos ignorantes de él)”, es decir, él se puede ver a sí mismo, mientras que nosotros continuamos en la ignorancia respecto a su divinidad. Nuestro intelecto humano, limitado, se comporta respecto de la superesplendente divinidad, tal como el ojo de la lechuza frente a la luz del sol. Aunque la lechuza es aguda en su visión, y aún de noche, con todo no es capaz de poner su mirada en el sol, simplemente porque la lechuza es lechuza, y el sol es el sol. Por más buena que sea nuestra vista y todos nuestros sentidos y competencias intelectuales, igualmente caemos en la ceguera cuando se trata de conocer a Dios.

Entonces cómo respondemos a la interrogante inicial respecto a que si ¿es posible ver a Dios, teniendo en cuenta que él es el Dios oculto y superesplendente? Esta inquietud espiritual sólo puede ser resuelta desde una perspectiva cristológica. Ciertamente, sólo a contar de Cristo es posible acceder al conocimiento del verdadero Dios. Él es el rostro de Dios hecho carne; el rostro visible por el cual tenemos acceso al misterio de su ser. Por medio de Cristo el Dios inaccesible se nos hace palpable y cercano. Tan cercano que llegamos a identificarnos con él, pudiéndole llamar Padre con toda libertad. Jesús ha dicho: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. He ahí el don de la gracia, que nos permite la ocasión para transitar del misterio de lo oculto de Dios, a la visión abierta de la divinidad en y por medio del Hijo.